Decía Steve Jobs
en un discurso pronunciado en la Universidad de Stanford que recordar que vas a
morir es la mejor forma de evitar la trampa de pensar que tienes algo que
perder, y es que prácticamente todo, las expectativas de los demás, el orgullo,
el miedo al ridículo o al fracaso, se desvanece frente a la muerte, dejando
sólo lo que es verdaderamente importante.
Y sí. Considero
que una sentencia mortífera convertiría esos pequeños detalles de la vida -constantemente
ninguneados por mi rutinario andar- en grandes proezas, como las palomas comiendo
en el zócalo de Puebla o las burbujas de jabón vistiendo la calle 5 de mayo. Le quitaría mi atención a lo
irrelevante para otorgársela a lo profundo. Sería irónicamente un anuncio de
vida. Una oportunidad para revalorar mi existencia y saberme diferente a nadie,
porque después de todo –a manera de Lao Tse- los hombres son semejantes en la muerte. Así entendería el
final de mis días.
Sin embargo ¿Quién se quisiera morir? ¿Quién
en la flor de la vida, con tan sólo un cuarto de siglo vivido y mil proyectos
pendientes? A la muerte le vamos huyendo desde el nacer, imploramos postergar
nuestro encuentro ineludible, pero ¿Qué pasará cuando llegue? Quizá mi ímpetu impediría
que me marchara en paz y me retendría en esta dimensión. Vagando. O tal vez
descubriría la gran farsa sobre el cielo-infierno-purgatorio, inventos todos de
los que lucran con la fe.
De lo que estoy seguro es que ante la
advertencia de lo inevitable comenzaría a vivir más ligero, en paz, más feliz.
Como tratando de atesorar hasta el último aliento de vida, de llevarme las
risas espontaneas, las miradas misteriosas y el llanto aleccionador. Pasaría
menos tiempo frente a la computadora y más en tertulias literarias con amigos, bebiendo
cerveza artesanal o mezcal. Tendría irrenunciablemente que pedir perdón a más
de dos personas, más por omisiones que por obras, pero también agradecería por
lo compartido siempre, diariamente. Coleccionaría instantes y bailaría todas
las noches hasta el amanecer.
Trataría de no exigirme tanto. De no tomarme tan
enserio. De conocer lo más que pueda de todo y recobrar el sentido del asombro…
emocionarme con una canción, llorar con una película, suspirar con un libro,
reír con una obra de teatro. Comería más pastel.
Puesto que las razones para estudiar la
Maestría en Ciencias Políticas se fundamentan en el futuro, si supiera que
moriré antes de concluir el propedéutico no asistiría más al propedéutico,
conocería nuestra américa. Y aunque no olvidaría las ideas de Hobbes,
Montesquieu o de Platón, cambiaría sus libros para recorrer los museos de Argentina,
y dejaría de leer a Bobbio para cantar vallenato y beber aguardiente en la
playa de Santa Marta. O vino en Chile. O pizco en Perú.
Sí, volvería a Colombia. Caminaría las mismas
calles que transité a los 21 para evocar una de las mejores etapas de mi vida… descubriéndome
en rostros distintos y explorando –mochila al hombro- la diversidad de un país
mágico, viviendo sólo, lejos, aprendiendo en la distancia a valorar a mi país, a
extrañarlo tanto y sentir la imperiosa necesidad de volver, a manera de Denisse Dresser, para
salvarlo de sí mismo. Reflexionaría a punta de tintos cuánto he cambiado desde
entonces.
La muerte anunciada sería –pienso- una
oportunidad para agendar los momentos pendientes. Tendría ya que
institucionalizar la asociación civil planeada por años, para regresar a mi
pueblo un poco de lo mucho que me dio. Para a través de ella, trascender,
buscando el bien común.
Si como decía
Borges “La muerte es una vida vivida, y
la vida es una muerte que viene” trataría entonces de hacer las paces con la
muerte. Tan irremediable como intrigante… misteriosa. El destino que todos
compartimos.
Pasaría un día entero contemplando al viento, disfrutando
un helado de chocolate. Amaría sin límites, entregándome a Venus sin complejos
ni remordimientos, porque si algo perdurará después de mi vida será el amor
entregado a los míos, sin condición, teniendo un corazón ligero, para que no
sea devorado cuando Osiris lo pese.
El último mes organizaría un funeral en vida, para
convivir con la familia que sólo veo en navidades, para contar historias de la
niñez, jugar memorama, ver las fotos de mis concursos de oratoria… y abrazar a
mis padres fuerte, como nunca.
Tener las horas contadas implicaría saberlas
disfrutar, desdeñar lo vano, obtener el máximo provecho. Sería una despedida
difícil por no tener la oportunidad de alcanzar todos mis objetivos, por las
promesas incumplidas y los sueños truncos. Pero también sería una despedida
plena, espiritual, colmada de gratitud, por haber vivido cosas fenomenales,
conocido a personas maravillosas, y tenido experiencias transformadoras…
De ahora en adelante mi obligación sería sin duda
tener una existencia digna de ser vivida, para que en el último aliento y un
mar en los ojos pudiera decir, con Amado Nervo: “Vida, nada me debes. Vida,
estamos en paz”.
*Texto escrito para la materia "Filosofía política" dentro del propedéutico de la Maestría en Ciencias Políticas BUAP. Octubre de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario