No tuvo problemas para llegar al almacén, ubicado a unos cuantos pasos de la plaza principal. Se puso los guantes, se acomodó el sombrero, se desdoblo con cuidado los holanes de la falda y camino sin prisa para no llamar la atención. Antes de cruzar la calle se detuvo, frente a ella, estaba el letrero que le dieron como seña, escrito con letras grandes arriba de la puerta: Tlatlauki, tierra de mujeres bellas y hombres poco obligados. Visítenos, no hay mordelones. La catrina sonrió burlona.
La gente iba y venía, platicaba, se reía y entre buscando y comprando, comentaban; quién llegó, quién se fue, quién se casó, quién murió… Era un festín mañanero de ruidos, olores, sabores y carcajadas.
- Estos son los que se aferran a la vida como clavo caliente –pensó la muerte- y también con los que más batallo. Se la pasan poniendo pretextos para alargar el plazo y acabo llevándomelos a empujones.
Este pensamiento le hizo recordar el motivo de su visita. Buscar, para llevarse, al principal promotor de la resistencia, de las burlas y la falta de respeto. Ya estaba harta del alboroto que armaban los muertos de ese ruidoso pueblo, que llegaban a sus valles; siempre platicando de las anécdotas de Prudencio López.
-
Tengo que ponerle remedio cuanto antes y sin errores, porque tampoco voy a cargar con el muerto equivocado. ¡Seré implacable! De nada le valdrán los ruegos y las súplicas, lo mandaré derechito al infierno, porque si soy considerada y lo mando al purgatorio, pondré en riesgo de volver a pecar a las pobres almas que ya están acariciando las puertas del paraíso.
Tenía que ser muy cautelosa para llevar a cabo su misión sin tropiezos. Por suerte entró al almacén sin que nadie lo notara.
Apenas y se podía caminar entre tantas cosas acomodadas en un extraño orden: por su tamaño, por su función o como fueron llegando. Era difícil adivinar si algunos artículos llegaron nuevos y ahí envejecieron o si fue el injusto abandono que les diera un necesitado.
Por un momento la Catrina se olvidó de su odio, admirada de tantos objetos que parecían venir de todos los tiempos.

De pronto se escuchó una voz que alcanzó a llenar todo el recinto y se fue haciendo eco entre baños, bañeras, cubetas y cacerolas de aluminio y peltre.
- ¿Y cómo han estado?
- Éste es el que ando buscando, no hay duda, -murmuró la huesuda, medio escondida entre los estantes con pinturas de agua y de aceite para interiores y exteriores-.
Desde ahí podía observarlo con toda libertad; moreno, no muy alto, un poco pasado de peso, pelo de cepillo, ojos pícaros y sonrisa muy traviesa. Los otros curiosos que estaban en la tienda se acercaron al recién llegado para saludarlo.
- ¿Cómo amaneciste Prudencio?
- Igual que todos los días… ¡Como carreta de rancho!
Era la respuesta de siempre, que todos festejaban con ruidosas risas. Salían diciendo que la alegría era gratis y alcanzaba para muchos días.
Más pálida del coraje se quedó la catrina cuando vio una soga y un letrero que decía: ¿Debe mucho, padece amores, ya no aguanta a su mujer? Acabe de una vez con todas sus penas. El entierro es gratis. -Es el colmo, se ríe de mí y hace que todo el pueblo me pierda el respeto, debo darle un escarmiento. No le van a valer ni ruegos ni concesiones: a este sujeto me lo llevo porque me lo llevo. Claro que me lo despacho-.
Muy a su pesar se dio cuenta de la popularidad de Prudencio. Quiso ignorar que era amigo de artistas famosos, diputados, presidentes, gobernadores, cantantes, pero igual o más, amigo de los pobres y desamparados. Su fama ya cruzaba los límites del estado. La gente que llegaba o pasaba por Tlatlauki no podía dejar de visitar el almacén de Prudencio. A él le complacía mucho porque más que ganancias le gustaba sumar amigos.
La Catrina salió apresurada tratando de pasar desapercibida, pero se le helaron los huesos cuando oyó la voz inconfundible.
- Que le vaya a usted bien, vuelva cuando quiera. Aunque no traiga dinero.
- Claro que voy a volver y más pronto de lo que te imaginas ¡sinvergüenza! (lo pensó tan fuerte que por un momento tuvo miedo de que se hubiera escuchado)
Aunque era mucho su coraje no quiso tomar decisiones apresuradas; se puso a pensar detenidamente en la forma de concretar su plan. Fue descartando formas trilladas de morir y por más que pensaba nada la complacía. No tuvo más remedio que buscar en su viejo breviario ya casi olvidado, en los últimos siglos no lo había necesitado, pues contaba con tanta experiencia que ya sabía recetarle a cada quien la forma más conveniente y merecida de partir. Pero éste era un caso excepcional. Tan sólo de acordarse sentía escalofríos y le temblaban los huesos.
-
Bueno, aquí está –dijo al tiempo que sacudía el polvo centenario de su manual- Vamos a ver, vamos a ver… Muerte por: dolor de pecho, dolor de costado, tiricia, tisis, cólera, vómito negro, viruela, sarampión, mal de arco, rabia, mal amarillo, empacho, ataques, herida de flecha… ¡Pero qué barbaridad! -Dijo furiosa la flaca-, ya nadie se muere de esto. ¡Me lleva la que me trajo! Ahora qué hago.
Sin perder la esperanza siguió buscando.
- Bueno, algo he de hallar aquí… “Muerte por simple caída con complicaciones severas” Este suena mejor, será como jugarle una broma.
Le echó un vistazo y le pareció el plan perfecto. Al fin le daría su merecido a ese incorregible. No pudo contener la emoción por su próximo triunfo y en un arranque de euforia se puso a cantar, a bailar, a reír hasta que ya no pudo más y se cayó al suelo exhausta, sudorosa y sin aliento. Cuando pudo recuperarse se sintió avergonzada por haber perdido el control, se llevó la mano a la frente y dijo llena de temor: Me estoy contagiando.
Con mucha paciencia se dedicó a acecharlo. No podía fallar y, aunque se llevara más tiempo, debía esperar el momento propicio.
Como de costumbre, Prudencio cruzo la calle para unirse a las personas que se reúnen en la plaza y al verlo llegar preguntan:
- ¿Y cómo amaneciste Prudencio?
- Igual que todos los días, como…
Antes de que termine la respuesta, todos ríen. Así arranca el día y así lo termina, divertido y divirtiendo. Después de cerrar el almacén estuvo un rato con los amigos, como siempre, sólo tomó unas copitas para dormir a gusto. Ya tenía el paso bien medido para subir la banqueta, pero le falló: su caída fue de cuerpo entero y con rebote, golpeándose muy fuerte contra el cemento. En su casa oyeron los gritos y acudieron a ayudarle. El doctor lo revisó y opinó que había necesidad de internarlo para tomarle unas radiografías. Entendió que de nada le servía rebelarse, le dolía todo, no podía moverse. Estaba indefenso.
Toda la familia opinaba sobre lo que se debía hacer, menos él. En minutos se convirtió en un montón de órganos maltrechos, sin voluntad ni movimiento. Decidieron internarlo de inmediato para calmar el dolor que lo hacía sudar frío.
Lo operaron de emergencia para arreglarle los huesos de la clavícula. Le advirtieron que debía quedarse quieto, casi inmóvil para no lastimarse, pero le traicionaban sus impulsos de toro suelto y los clavos se desacomodaban. Hubo que operarlo tres veces.
Siguiendo con las instrucciones del manual, la calaca le causaba cada día achaques diferentes; le empezó a fallar el hígado, la vesícula, los riñones.
En el hospital ya no se daban abasto con tantos tratamientos, análisis, radiografías y curaciones. El enfermo no se recuperaba. En sus delirios ya no se sabía si hablaba con los vivos o con los muertos. Los amigos hacían fila en la puerta del hospital para poder saludarlo y las pocas fuerzas que tenía le alcanzaban para bromear un poco.
Cuando las enfermeras se acercaban a inyectarlo, a revisar el suero, la sonda, a tomar el pulso y la temperatura, él con seriedad les decía:
- Con confianza señoritas. Por mí no se preocupen, yo soy un caballero.
- Pero que terquedad de hombre, -exclamaba la muerte muy disgustada-.
Le enfurecía ver que todos se esmeraban en atenderlo, siempre atentos a cualquier cambio o síntoma, los doctores intrigados no se explicaban el motivo de tantas complicaciones. Se convirtió en un caso especial y un reto para la medicina moderna. Pero a pesar de tantas atenciones el enfermo no mejoraba.
Prudencio se pasaba largo rato dormido. Era como si abandonara su cuerpo sudoroso sobre la cama y se escapara en recorridos siderales cada vez más frecuentes y prolongados. Cuando regresaba de cada viaje abría los ojos y sorprendido de encontrarse en el hospital, preguntaba como recién llegado:
- ¿Y cómo han estado? ¿quién se murió? ¿Por qué están tan callados? (Éstas eran las cosas que sacaban a la muerte de sus casillas)
-
Es por demás con este hombre, cuando ya parece que me lo llevo, sale con sus ocurrencias.
Siguieron días largos y noches más largas. Prudencio sudaba, se quejaba, murmuraba, rezongaba. Los médicos movían la cabeza con pesimismo porque en su cuerpo ya nada funcionaba bien.
Tristes y sin esperanza los familiares pidieron autorización para llevarlo a casa con la promesa de que allá continuarían con los cuidados, las diálisis y los medicamentos. Todos lo despidieron con tristeza. Cuando lo vieron salir pensaron que era para siempre. El único sonriente era el de la camilla.
-
Ora verá doctor que con los huevos de gallo-gallina me compongo. Muchas gracias por todo, les voy a mandar unos guajolotes en navidad y hasta las cacerolas pa’ que los guisen.
- Fuera siendo –pensó la catrina- y tuvo que apretar los dientes para no tirar la carcajada.
Toda la gente del pueblo comentaba la mala noticia y con triste alegría que resulta juntar las copas con el sentimiento, los amigos se pusieron a prepararle la inevitable despedida…
-
Que venga Tony Aguilar a cantarle “El puño de tierra” como aquella vez en la plaza de toros.
- ¡Sí! Y que traiga la tambora zacatecana.
Los más argüenderos proponían juegos pirotécnicos y sonar las campanas como en las fiestas patrias. También estaban contando con la presencia de Piporro el gran amigo de Prudencio desde la infancia.
La catrina ya había llegado al final de las instrucciones, tan sólo hacía falta esperar un poco.
Con urgencia llevaron al enfermo dos veces al hospital a que le reacomodaran los huesos y más o menos pusieran en orden las funciones de su cuerpo. Pero en la última visita sorprendió a todos. Con su voz inconfundible llegó saludando:
-
¿Y cómo han estado? Aquí vengo otra vez para que me consientan.
El aspecto del enfermo mostraba increíbles mejorías.
- Ya en serio don Prudencio. ¿Cómo se siente?
- ¡Ay doctor! –le dijo con acento preocupado y mirada traviesa- Creo que ya traigo los síntomas del exceso de salud.
Al ver las caras de asombro de médicos y enfermeras, exclamó:
- Ya ven, les asegure que me iba a curar con puros huevos.
Poco a poco fue recuperando sus fuerzas y al fin pudo moverse solo. Siempre tenía gente con quien platicar en la puerta de su casa.
-
Dentro de poco ya podrás caminar y hasta brincar –le decían sus amigos muy animados-.
- Claro que sí, aunque sea las rayas de las banquetas –agregaba jocoso-.
Volvieron a oírse sus carcajadas, cada broma atizaba el coraje de la parca que no le atinaba a la razón de su fracaso. Que el breviario era muy viejo, que el hombre era demasiado terco, que no eligió la forma apropiada, que se distrajo con las ocurrencias, que la culpa fue de los huevos de gallo-gallina… terminó por reconocer su derrota un día que escucho:
-
¿Y cómo amaneciste Prudencio?
- Como carreta de rancho, ¡apuntando al cielo!
- ¡Me lleva el tren! –dijo furiosa la calaca, poniéndose colorada y luego morada- Debí haber puesto más atención cuando él presumía de sus influencias municipales, estatales y federales. Creo que se quedó corto. Para mí que este bribón recibe ayuda más poderosa, y con los asuntos del cielo yo no me meto.
Derrotada se retiró a descansar y no pudo evitar la emoción cuando llego a sus tranquilos valles. Sacudió su falda, se quitó el sombrero y en un arranque de euforia preguntó:
- ¿Y cómo han estado?
Gritos y carcajadas llenaron los confines y contagiada la catrina, descubrió que ella también tenía unas espantosas ganas de reír.

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