sábado, 1 de octubre de 2016

Si supiera que moriré antes de concluir el propedéutico


Decía Steve Jobs en un discurso pronunciado en la Universidad de Stanford que recordar que vas a morir es la mejor forma de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder, y es que prácticamente todo, las expectativas de los demás, el orgullo, el miedo al ridículo o al fracaso, se desvanece frente a la muerte, dejando sólo lo que es verdaderamente importante.
Y sí. Considero que una sentencia mortífera convertiría esos pequeños detalles de la vida -constantemente ninguneados por mi rutinario andar- en grandes proezas, como las palomas comiendo en el zócalo de Puebla o las burbujas de jabón vistiendo la calle 5 de mayo. Le quitaría mi atención a lo irrelevante para otorgársela a lo profundo. Sería irónicamente un anuncio de vida. Una oportunidad para revalorar mi existencia y saberme diferente a nadie, porque después de todo –a manera de Lao Tse- los hombres son semejantes en la muerte. Así entendería el final de mis días.
Sin embargo ¿Quién se quisiera morir? ¿Quién en la flor de la vida, con tan sólo un cuarto de siglo vivido y mil proyectos pendientes? A la muerte le vamos huyendo desde el nacer, imploramos postergar nuestro encuentro ineludible, pero ¿Qué pasará cuando llegue? Quizá mi ímpetu impediría que me marchara en paz y me retendría en esta dimensión. Vagando. O tal vez descubriría la gran farsa sobre el cielo-infierno-purgatorio, inventos todos de los que lucran con la fe.
De lo que estoy seguro es que ante la advertencia de lo inevitable comenzaría a vivir más ligero, en paz, más feliz. Como tratando de atesorar hasta el último aliento de vida, de llevarme las risas espontaneas, las miradas misteriosas y el llanto aleccionador. Pasaría menos tiempo frente a la computadora y más en tertulias literarias con amigos, bebiendo cerveza artesanal o mezcal. Tendría irrenunciablemente que pedir perdón a más de dos personas, más por omisiones que por obras, pero también agradecería por lo compartido siempre, diariamente. Coleccionaría instantes y bailaría todas las noches hasta el amanecer.
Trataría de no exigirme tanto. De no tomarme tan enserio. De conocer lo más que pueda de todo y recobrar el sentido del asombro… emocionarme con una canción, llorar con una película, suspirar con un libro, reír con una obra de teatro. Comería más pastel.

Puesto que las razones para estudiar la Maestría en Ciencias Políticas se fundamentan en el futuro, si supiera que moriré antes de concluir el propedéutico no asistiría más al propedéutico, conocería nuestra américa. Y aunque no olvidaría las ideas de Hobbes, Montesquieu o de Platón, cambiaría sus libros para recorrer los museos de Argentina, y dejaría de leer a Bobbio para cantar vallenato y beber aguardiente en la playa de Santa Marta. O vino en Chile. O pizco en Perú.
Sí, volvería a Colombia. Caminaría las mismas calles que transité a los 21 para evocar una de las mejores etapas de mi vida… descubriéndome en rostros distintos y explorando –mochila al hombro- la diversidad de un país mágico, viviendo sólo, lejos, aprendiendo en la distancia a valorar a mi país, a extrañarlo tanto y sentir la imperiosa necesidad de  volver, a manera de Denisse Dresser, para salvarlo de sí mismo. Reflexionaría a punta de tintos cuánto he cambiado desde entonces.
La muerte anunciada sería –pienso- una oportunidad para agendar los momentos pendientes. Tendría ya que institucionalizar la asociación civil planeada por años, para regresar a mi pueblo un poco de lo mucho que me dio. Para a través de ella, trascender, buscando el bien común.
Si como decía Borges “La muerte es una vida vivida, y la vida es una muerte que viene” trataría entonces de hacer las paces con la muerte. Tan irremediable como intrigante… misteriosa. El destino que todos compartimos.
Pasaría un día entero contemplando al viento, disfrutando un helado de chocolate. Amaría sin límites, entregándome a Venus sin complejos ni remordimientos, porque si algo perdurará después de mi vida será el amor entregado a los míos, sin condición, teniendo un corazón ligero, para que no sea devorado cuando Osiris lo pese.

El último mes organizaría un funeral en vida, para convivir con la familia que sólo veo en navidades, para contar historias de la niñez, jugar memorama, ver las fotos de mis concursos de oratoria… y abrazar a mis padres fuerte, como nunca.

Tener las horas contadas implicaría saberlas disfrutar, desdeñar lo vano, obtener el máximo provecho. Sería una despedida difícil por no tener la oportunidad de alcanzar todos mis objetivos, por las promesas incumplidas y los sueños truncos. Pero también sería una despedida plena, espiritual, colmada de gratitud, por haber vivido cosas fenomenales, conocido a personas maravillosas, y tenido experiencias transformadoras…
De ahora en adelante mi obligación sería sin duda tener una existencia digna de ser vivida, para que en el último aliento y un mar en los ojos pudiera decir, con Amado Nervo: “Vida, nada me debes. Vida, estamos en paz”. 




*Texto escrito para la materia "Filosofía política" dentro del propedéutico de la Maestría en Ciencias Políticas BUAP. Octubre de 2016.

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